Los migrantes de medalla y la hipocresía patriótica

08 de Noviembre 2023
Categoría: Columna Inclusión y Equidad Prensa

Vía Ciper

Santiago Ford fue noticia la semana pasada, en el marco de los Juegos Panamericanos que tuvieron este año como sede a Santiago de Chile. El joven migrante cubano, nacionalizado chileno «por gracia» (del Estado), ganó medalla de oro en la prueba del Decatlón. Los relatos periodísticos de estos días, saturados de emocionalidad patriótica —esa tan fácilmente apropiable por discursos xenófobos—, derrocharon loas a la fortaleza de este chico, relatando la rudeza de su periplo migratorio, que lo llevó a entrar a Chile de forma irregular por un paso no habilitado, y enfrentar los peligros de ese cruce por un desierto minado. Por supuesto que los énfasis estaban puestos en la bondad del país que le abrió sus brazos para acogerlo, que le dio su nacionalidad —es decir, que lo «naturalizó» como chileno para quitarle la marca de su extranjeridad—; algo que, como todo «buen migrante», el propio Santiago agradeció hasta el cansancio.

En mi seguimiento de la noticia, no escuché que alguien mencionara que son las medidas restrictivas y expulsoras que toma el propio Estado (el chileno y muchos otros) a partir de su política migratoria las que empujan a personas como Santiago a entrar por pasos «irregulares», poniendo en riesgo su vida en el escape de esas vidas imposibles que tienen en sus países de origen, en palabras de Eduardo Galeano.

En el campo de los estudios migratorios, es un hecho largamente probado que las medidas restrictivas de los Estados frente a las migraciones no disminuyen los ingresos «irregulares», sino todo lo contrario. Las únicas medidas «efectivas» frente a migraciones no deseadas (por quienes migran) pasan por actuar sobre las razones estructurales que empujan a desplazarse: la pobreza, la desigualdad, las diversas expresiones de violencia, los desastres naturales, todas ellas relacionadas con los impactos de un sistema capitalista global que extrema estas consecuencias de sus desequilibrios fundantes. Me dirán que cambiar esas condiciones no es responsabilidad exclusiva del Estado chileno. De acuerdo: ni del chileno ni de ningún otro en particular. Pero, a la vez, es responsabilidad de todos.

Por los mismos días ocurrió un hecho que es más representativo de la política migratoria nacional, pero que no llegó a los medios en la forma en que lo hizo la medalla de Santiago Ford: una mujer dominicana y su hijo menor de edad fueron expulsados del país [ver carta en CIPER Opinión del 03.11.2023]. Ella, al igual que Santiago, había ingresado por un paso no habilitado, escapando de la pobreza, experimentando luego en Chile situaciones de violencia intrafamiliar que hicieron intervenir al propio Estado. El 24 de octubre se presentó voluntariamente con su hijo ante la Policía de Investigaciones para realizar el proceso de empadronamiento biométrico al que se ha convocado desde el Estado mediante la Resolución Exenta Nº 25425 del Servicio Nacional de Migración. Se trata de una medida que se presentó públicamente como una acción orientada a hacer más eficientes las sanciones, sobre todo las expulsiones, además de «documentar a parte de las personas que actualmente residen en forma irregular y que carecen de antecedentes penales». El caso de esta mujer y su hijo es clara prueba del peso que se ha dado fundamentalmente a ese primer propósito. De hecho, organizaciones de migrantes advierten que tienen noticias de otros casos de expulsiones a partir de la presentación voluntaria al trámite de empadronamiento. Tanto la mujer como el niño estuvieron detenidos por tres días antes de hacer efectiva la expulsión, en un procedimiento que a todas luces vulnera el debido proceso y los derechos de ese niño, que llevaba ya algunos años escolarizado en Chile [ver en CIPER Opinión 16.05.2022: «Escolares migrantes: Cuando hay mérito sin oportunidades»].

La fuerza de este paralelismo nos ahorra esfuerzos argumentativos. Para el Estado chileno, y para tantos otros Estados, unas vidas son más merecedoras que otras de vivirse en «su» territorio, y bajo «su» protección. Y ese merecimiento, claramente, se define en términos utilitaristas. La Política Nacional de Migración y Extranjería, presentada en julio de este año, lo dice de modo explícito: el empadronamiento no está asociado a un trámite de regularización, sino que es sólo un requisito entre otros, los que «estarán dirigidos a determinar si la persona tiene una efectiva inserción en el país, priorizando los criterios referidos a vínculos familiares y opciones de inserción laboral regular». Los vínculos familiares, en este caso, fueron desconocidos con absoluto descriterio.

Que a tantos esto les resulte obvio e indiscutible es, desde mi punto de vista, signo de la crisis civilizatoria de la que nos habla la investigadora Amarela Varela Huerta. Una crisis que tiene en los desplazamientos migratorios expuestos a violencias continuas y extremas —como el de Santiago Ford y el de esta mujer dominicana y su hijo— una de sus más claras expresiones.

Fernanda Stang,
Investigadora académica, Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Juventud (CISJU), Universidad Católica Silva Henríquez (UCSH).

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