Vía Le Monde Diplomatique

El sistema educativo escolar chileno tiene una amplia trayectoria en cuanto las mediciones del mínimo minimorum del currículo nacional. Tal como nos ilustra Alejandra Falabella, la prueba PER –antecedente directo del actual SIMCE- inició con la aspiración hacia una mejor eficacia de la escolaridad y la implementación de un paradigma tecnocrático positivista a partir de una evaluación censal en los niveles de 4to y 8vo básicos. Desde finales de los años setenta, se establece la idea de informar a los establecimientos la data objetiva de sus resultados para la mejora, y posteriormente la evaluación se instala como una instancia competitiva entre los centros educativos con miras a una selección por excelencia por parte de las y los apoderados, dado el acceso a los resultados de la prueba.

Versión tras versión podemos leer y escuchar la opinión pública acerca de la utilidad o no-utilidad de las pruebas estandarizadas, podemos discutir sobre la interpretación de resultados, se puede apuntar con el dedo al Ministerio de Educación, escuelas, profesores, estudiantes, para intentar buscar culpables de los bajos promedios nacionales. Sin embargo, poco y nada se discute del concepto detrás de esta sigla que tensiona a los distintos agentes del sistema educativo: Sistema de Medición de la Calidad de la Educación. ¿De qué calidad estamos hablando?

Es inconcebible egresar de la educación escolar sin saber leer y escribir, o sin saber sumar y restar. Pero no es imposible egresar del sistema escolar sin saber interpretar una canción, crear una escultura, plantear una tesis filosófica, analizar un hecho histórico, hacer uso de su propio cuerpo, o comunicarse en un idioma distinto al castellano. Para cada una de estas competencias existe al menos una asignatura para su desarrollo. Además, cualquier Proyecto Educativo Institucional de cualquier colegio incluye conceptos similares a “promover la formación integral”, “establecer fundamentos valóricos”, “los estudiantes son el centro de la educación”, entre otras declaraciones que nos permiten replantear articulaciones y consistencias de su implementación, en concordancia con el afán del modelo educativo de visibilizar la excelencia.

Hoy las Universidades son evaluadas mediante el proceso de Acreditación Institucional. El acceso a la educación superior es evaluado mediante la PAES. Las y los estudiantes de pedagogía son evaluados mediante la Evaluación Nacional Diagnóstica. El profesorado en ejercicio es evaluado por la Carrera Docente, y los colegios son evaluados mediante el SIMCE. Con toda esta data y los dispositivos elaborados para la evaluación, no se debe reducir la calidad de la educación al resultado de una prueba que mide sólo habilidades lectoras y matemáticas. Por lo menos deberíamos considerar un cruce de información entre los diversos resultados en los distintos niveles evaluativos mencionados. Si el fin es la vigilancia, entonces deberíamos proveer de dispositivos que nos permitan evaluar la implementación de las Bases Curriculares en su totalidad, sin olvidarnos de la periferia curricular. Debiéramos asegurar el derecho de niñas, niños y adolescentes a educarse integralmente, de manera inclusiva.

De otro modo, la indebida priorización de sólo dos asignaturas incentiva vicios tan domésticos como la utilización de horas de asignaturas periféricas para ensayos SIMCE, cuando en realidad las problemáticas educativas contemporáneas y las Habilidades del Siglo XXI requieren de visiones interdisciplinares, interculturales, inclusivas, con enfoque en la resolución de problemas y el uso de TIC. Es hora de cuestionarnos cuál es el verdadero mínimo minimorum de la experiencia educativa.

Por: Camilo Arredondo Castillo
Jefe de carrera de Pedagogía en Educación Artística UCSH

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